Después de
la muerte del emperador Teodosio, en el año 395, el Imperio Romano se partió
definitivamente en dos unidades políticas y administrativas diferentes: el
Imperio Romano de Occidente -con capital en Roma- y el Imperio Romano de
Oriente -con capital en Constantinopla. Constantinopla se había levantado sobre
las ruinas de una colonia griega llamada Bizancio, y de ahí el nombre que
recibió el Imperio de Oriente a partir del siglo V: Imperio Bizantino.
Mientras
Roma fue atacada por los bárbaros, y la autoridad del emperador sustituida en
el año 476, el Imperio Bizantino (y su capital, Constantinopla) siguió
existiendo como una unidad política, heredera, en muchos aspectos, de la
cultura greco-latina. Bizancio cayó en manos de los turcos otomanos en el año
1453, una de las fechas que se toma para datar el fin de la Edad Media.
El Imperio
Bizantino alcanzó su mayor esplendor bajo el reinado de Justiniano, entre los
años 518 y 610. Justiniano extendió la autoridad del Imperio, mediante
conquistas; creó y recopiló leyes, y mandó construir importantes edificios
religiosos (como la iglesia de Santa Sofía), puentes, acueductos y
fortificaciones militares. Gobernó el Imperio con una autoridad centralizada en
su persona, aunque contó con muchos colaboradores, entre ellos, su esposa
Teodosia. Su poder era considerado de origen divino y gobernaba a la vez en
materia política y religiosa.
Extendió
sus conquistas por el norte de África, Italia y parte de la Península Ibérica.
Contaba con una excelente flota que le permitió transportar sus tropas.
Combinaron las acciones militares con las diplomáticas, porque en cada zona
conquistada buscaron el apoyo de un miembro de la familia reinante que quisiera
mantenerse en el poder.
Eran
muchas las grandes ciudades, pero ninguna se equiparaba a Constantinopla.
Situada a orillas del estrecho del Bósforo, durante varios siglos dominó el
comercio internacional ya que era el lugar obligado de pasaje de mercaderes y
barcos de todo el mundo conocido. Era un centro de intercambio cultural, en
donde se conservaron las tradiciones de la época helenística, del mundo romano
y de la religión cristiana.
En el año
1054, se produjo un cisma en la Iglesia: los ortodoxos y la Iglesia de Roma se
separaron; la Iglesia Ortodoxa se unió en torno al patriarca de Constantinopla,
división que subsiste hasta el presente.
Cuando se
produjo la caída del Imperio Bizantino en el año 1453, sus aportes culturales
sobrevivieron en Occidente y ayudaron en la formación del Renacimiento.
Extraído y
adaptado de: Pensar la Historia 1,
Editorial Contexto.
Prof.:
Romina Rodríguez.
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